Trescientos pesos costaba el bus en el que Oscar se montó corriendo, sudando los 40° sin
sombra que le impregnaban la camisa, el pantalón corto y las albarcas que le quedaban
grandes; había tenido que gritar desde la puerta de su casa hasta la carretera para que el bus
parara, acelerar el paso por la calle principal del pueblo, levantando polvo y esquivando
piedras que buscaban tropezarlo. Un par de viejos lo vieron pasando por el billar, le gritaron
como siempre el discurso del demonio, el infierno y aquel bautismo que no había recibido.
Oscar dio pasos agigantados huyendo del ruido exterior y se arrinconó en las escaleras del
bus.
En la parada Las Cruces lo estaba esperando Enrique recostado en un árbol, buscando un
sosiego de algún pasado del que se arrepentía. Llevaba una camisa recién planchada por su
esposa y unos pantalones largos, los colores sobrios se perdían en su mirada distante. Oscar
lo asustó por detrás de un empujón, Enrique se sobresaltó. Oscar llevaba todos los colores
juntos: su camisa era de azul rey con hojas verdes y soles naranjas, sus pantalones habían
sido modificados por él en lo que había visto en alguna revista estadounidense, -en ese
pequeño viaje que hizo a Panamá por unos cuantos dólares- un tal arte, que implicaba arrojar
pintura a todo lo que se pudiera usar.
Ambos caminaban en silencio, por petición de Enrique. Otra vez tenía pesadillas sobre su
familia siendo asesinada en los altos de una sabana que no conocía, se levantaba llorando y
gritaba al crucifijo de la pared que dejara de condenarlo, pero no era suficiente. Oscar estaba
inquieto por preguntarle cómo estaba su esposa desde lo ocurrido la última vez que estuvo
ahí, pero antes de poder decir palabra, se encontraron con la casa de Eva pintada de colores
encandilantes que combinaban con los pantalones de Oscar, la música se escuchaba a cuadras de distancia y pequeños grupos saltaban matorrales para tocar la puerta y ser recibidos con tazas de café y cartas esperando a ser leídas.
Eva salía y sonreía a los vecinos que se acercaban preguntándose qué pasaba ahí adentro,
porque aun cuando Eva dijera aceptar a todo aquel que cruzara la puerta, se permitía ciertas
restricciones.
Domingo, quien juró amarla ante los ojos de la iglesia se había marchado, siguiendo el
pronóstico de los vecinos hacía meses, cuando la casa pasó a ser lugar de eventos matutinos
en los que las mujeres de toda la sabana llegaban a preguntar su suerte. No acertaron, se había ido a petición de Eva, que le explicó el festín que llevaría a cabo. Una noche, antes de dormir, se acercó a su oído y le susurró cada acto que estaba planeando: esos hombres inquietos que no han podido tener hijos con mujeres que nunca amaron, vendrán acá a decirse varones y buscarán el salto de sus corazones en otros, énfasis en la O, le había dicho marcándola fuertemente, para que Domingo, abatido y nervioso, sintiera que no encajaba. No estarán solos, no te asustes, siguió susurrándole, vendrán aquellas que son llamadas como yo, donde también reciben a mujeres preguntando por la fidelidad de sus esposos y cierran los ojos cuando la taza de café es leída. Domingo, ya sabes qué debes hacer, finalizó antes de voltearse a dormir.
Oscar tocaba cada rincón de la casa, como la primera vez que estuvo ahí; mientras que
Enrique, con trago en mano, procedente de algún país del caribe que desconocía, cruzaba sus piernas y observaba. Hombre contemplativo, lo llamaba Eva y se reía inmediatamente,
buscando que él también lo hiciera, ese día no lo logró. Las mujeres se sentaron en la mesa
como señal del momento cúlmine del día. Eva sintió las miradas sobre ella y paró la
conversación que tenía con un señor del pueblo preocupado por sus andanzas, se disculpó con él y rápidamente tomó su lugar en la cabecera. Agradeció el gesto de ser ellas quienes
empezaran el acto, prendió velas desde su puesto y se agarraron de manos. Cuentan, que los
hombres tomaron una posición como Enrique, meditativos posaban sus ojos en cada carta que tomaba Eva, algunos se preguntaban por qué ellas sí podían asegurar su destino en las manos de una mujer que no conocían y por qué ellos, escépticos, no podían siquiera opinar sobre lo que veían sus ojos. Otros no creían lo que ocurría, les parecía un cuento fantástico.
Oscar recordaba a su abuela, de ella se dijo tanto que todavía no encontraba el recuerdo por el que extrañarla, en esas confusiones miró a los ojos a Eva, que a su vez miraba a Enrique, quien lo miraba a él. En ese trío se quedaron por un rato, intentando descifrar pensamientos, con miedo a que Eva fuera capaz de leerlos.
Bailaban con música traída del exterior gracias a un interés amatorio de Eva, del que nunca se supo nada. Las mujeres barajaban cartas con miedo a quitarles el poder que solo Eva podía otorgarles y los hombres, llenos de pudor y fascinación, tomaban las miradas como coqueteo, el cuerpo como respuesta y las sonrisas como afirmaciones. Así, varios de ellos se perdían por horas en lo que Eva llamaba ‘encuentros’.
Ese fue el único día, recuerda Eva, que vio un presagio de algo negativo en las cartas, aunque se negara a categorizar el bien y el mal, sí sentía la presión oscura en su pecho, una señal de alerta. Enrique, pobre Enrique, Eva sabía que se trataba de él, su mirada fija en Oscar, Oscar buscando respuestas en las cartas que no se atrevía a tocar. Enrique, ¿por qué no averiguamostu destino? Le había dicho Eva un par de veces, ¿acaso la religión no es una creencia como este show que monto? lo cuestionaba enojada, antes de que Enrique le replicara.
El sol a punto de desaparecer, los amores nuevos, que pasarían a ser viejos al día siguiente, a
punto de irse, la pareja de mujeres francesas que nadie conocía se despedía de Eva con un
fuerte abrazo, unos hombres nerviosos corrían a sus casas, creyendo que así nadie los
recordaría, mientras que los más astutos intentaban detallar a esos jóvenes que les gustaron
para volverlos a encontrar en fiestas pueblerinas. Eva era una gran anfitriona y se jactaba de
eso. Oscar tomaría el camino más corto a la parada de buses, acompañado de Enrique, que se negaba a dejarlo solo a esas horas por caminos que no se aprendía.
Eva los abrazó, acarició la mejilla de Oscar, se acercó a su oído y le dijo “lo siento”, lo
suficientemente alto para que Enrique entendiera que no se trataba de un secreto. Se despidieron y siguieron el camino de árboles amarillos que algún extranjero debió sembrar,
por donde el sol se escondía y el viento pegaba más fuerte. Oscar se acercó a Enrique, pensó
dos veces si pasar su brazo alrededor de él, se negó.
Al llegar a la parada, pensativo y dudoso, Oscar se despidió con una palmada en la espalda,
así se quedaron por minutos hasta que soltó de su boca: ¿y tu esposa?
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